25 abril 2007

Los awara y los vínculos entre la tierra y el cielo

Los antiguos pobladores de la isla de La Palma, los awara, entendieron que en el cielo se encontraba su máxima expresión cosmogónica: la Madre Abora, identificada con el sol, realidad incuestionable y fecunda, la que con su movimiento da origen al espacio y al tiempo, trae el orden, la armonía y las leyes de la naturaleza. Esta aparente y, a la vez, contundente conclusión destaca por ser la aportación más fructífera de la prehistoria de Canarias.
Después de muchos años de prospección sobre el abrupto territorio de la isla de La Palma, siguiendo una línea de investigación innovadora estructurada en los propios patrones de la ecología insular; después de asimilar una amplia bibliografía y utilizar numerosas fuentes de información de otras ciencias cercanas a la arqueología, como son la geografía, la etnohistoria, la sociología, la antropología… y otras que parecen más alejadas como la astronomía, tan sólo nos bastó un cambio de mirada para catalogar más de 170 yacimientos prehispánicos de carácter ritual que nos han ofrecido una riquísima información sobre su pensamiento religioso.
Hace ya más de 40.000 años que se viene fraguando la idea de que el sentido de la vida de los humanos estaba en el cosmos. Los fenómenos atmosféricos inexplicables para la mentalidad de aquellos hombres del Paleolítico encontraron pronto respuestas en el cielo. Allí arriba se manifestaban las señas de una identidad sagrada cósmica. Los movimientos del sol, la luna, los planetas y las estrellas más brillantes empezaron a estudiarse, llegándose a alcanzar grandes conocimientos en las antiguas civilizaciones.
Distintos pueblos le dieron al estudio de la bóveda celeste la prioridad de los esfuerzos cognitivos para intentar poner el orden en el mundo exterior que los abarca y su incidencia directa sobre el entorno mediambiental que habitaban.
La naturaleza de La Palma escondió durante más de 500 años los secretos de un grupo de hombres y mujeres que miraban al cielo muy diferente a como lo hacemos hoy. Su secreto, no confesado, ha entrado en nuestras mentes por medio de los conceptos y las ideas que provocaron el arranque de una reacción en cadena desde que nos reencontramos con el espacio ritual del Llano de Las Lajitas, al pie del Roque de Los Muchachos, la montaña más alta de la isla de La Palma y puerta de entrada al desconocido mundo.
Los aborígenes canarios así lo entendieron hace muchos años, su mirada fue “celestial” y su religión naturalista antes que inconcreta, se inspiraron en el medio volcánico y orográfico, proyectando hacia el universo perceptible y no perceptible e incorporando sobre todo elementos procedentes del ámbito celeste. Lo sagrado llegó a ser equiparado con la fuerza fecundante y regeneradora que rige el cosmos. La energía «biocósmica» recorría los seres y las cosas, los penetraba y los dotaba de entidad. Los dioses, que tenían una responsabilidad máxima en la conservación del mundo, en su orden y su funcionamiento, necesitaban grandes dosis de esa vida esencial que aportaban los humanos. La religión awara descansaba también en el arte, en la expresión. La representación del universo se ajustaba entonces a los modelos topográficos y geológicos de la Isla (simbiosis entre amontonamientos y las montañas) y el cielo por el que se mueven las nubes de lluvia y los astros, en donde se producen las tormentas, el frío, la luz y el calor.
La creencia de este pueblo ganadero es esencialmente celeste. Sus andanzas sobre lomos, barrancos y montañas de la Isla los ligan irremediablemente con el cielo, debiendo atenerse en sus costumbres a los grandes ciclos cósmicos. El awara no podía concebir que el cosmos camine por una senda distinta a la humana. El humano está conectado a la naturaleza. Nos encontramos, de este modo, ante una práctica de religión dirigida a los elementos naturales: el cielo y sus elementos (astros, estrellas…), la tierra y sus elementos (montañas, bosques, fuentes…).
Pero muchos se preguntarán dónde podemos encontrar algún testimonio de ese culto. La respuesta es contundente:
a) En los amontonamientos de piedras, pilares cósmicos situados en las cumbres que bordean la Caldera de Taburiente, que toman como referencias topográficas más destacadas en el paisaje los picos más altos, coincidiendo con la salida del sol en el solsticio de invierno.
b) Los canales y cazoletas, cuyos soportes se orientan al solsticio de verano y sobre los que se realizaban ritos de derramamiento de leche o agua, alimentos divinos, como acto simbólico cuya finalidad va unida a que Abora “no pierda fuerzas” y continúe su trayecto cíclico anual.
c) Los símbolos grabados en las piedras, los petroglifos, emblemas de Abora que emulan y recrean la energía del cosmos mediante un formato geométrico de líneas ondulantes (círculos, semicírculos, espirales, meandros, grecas, en infinidad de combinaciones) que representan un todo continuo, sin principio ni fin, y se las suele usar entrelazadas, siempre en movimiento, van y vuelven al punto de partida: los dos extremos solsticiales. Esto es, el ciclo de la vida.
Las conclusiones del trabajo están publicadas en el libro “Abora” del prehistoriador Miguel A. Martín González.

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